jueves, 19 de marzo de 2009

Bestiario

Existen distintos tipos de personas (¿qué tal, eh? Mi agudo sentido de la observación me deja anonadada vez tras vez). Existe particularmente un tipo de persona que nunca dejará de sorprenderme. Si me dedicara a la meticulosa tarea de desarrollar un bestiario de todas las criaturas del señor que pueblan mi limitado círculo, esta raza específica ocuparía un lugar importante (disculpen la falta de ilustración, pero mi ocio no llega a tanto):

Blablayaga- Se trata de una bestia tanto verborréica como verbívora, esto es, se alimenta de palabras ajenas (incluso de simples comentarios al aire) para entretejer redes de complicadas anécdotas hasta de los acontecimientos más sencillos y sin importancia. Tiene el fogoso poder de construir complejísimas épicas y narraciones de prácticamente cualquier cosa sin necesidad de jerarquización alguna (mal de amores, filosofía, recuerdos, casualidades, insultos al volante, comida). Fuente de vida y entretenimiento, estos pintorescos seres transitan los parajes urbanos y gustan de permanecer por largo tiempo en restaurantes y cafés, aunque cualquier lugar sirve de ameno escenario para que fluya la palabra.

¿De dónde salen estas personas? Pero, más importante aún, ¿cómo lo logran? ¿Acaso tienen un gusto secreto por la vida que necesitan comunicar? ¿O quizá se trata más bien de un aburrimiento patológico que los orilla a hollywoodizar cada ápice de su existencia? De cualquier forma y frente a un sin fin de evidencias, no me queda más que aceptar que no pertenezco a esta orgullosa raza (más que en ciertos casos, cuando Marte y Júpiter se alinean en año bisiesto y la química cerebral adecuada fluye como el tránsito en Revolución a las tres de la mañana). Si esto es algo positivo o negativo, no lo sé aún. Lo que queda claro es que se debe evitar a toda costa el encuentro prolongado de dos bestias como yo, que, en un extraño ritual de socialización, se dedicarán a pasar la antorcha de la palabra una y otra vez entre heladas ráfagas de silencios incómodos. Lamentablemente ayer no tuve la visión necesaria para notarlo, así que en vez de correr como alma que lleva el diablo, sucedió lo siguiente:

- Hola.
- Hola.
- ¿Cómo estás?
- Bien, ¿tú qué tal?
- Bien, también.
(Silencio largo).
- Y...¿qué cuentas?
- Pues no mucho. ¿Tú?
- Igual, no mucho.
(Silencio largo).
- Hace calor, ¿no?
- Sí... frío seguro no hace.
(Silencio largo).
- ¿Te cortaste el pelo?
- No.
- Ah.
(Silencio prolongado).
- ¿Tienes clase ahorita en este salón?
- Sí. De hecho, siempre me siento junto a ti.
- Ah, claro. Ya me acordé, cómo no.
- Sí.
- Claro.
(Silencio prolongado).

Muchas y muy valiosas son las lecciones que rescaté de esta experiencia. La primera, alejarme permanentemente de cierta persona de estatura baja y cabello corto que tienen una tendencia a hablar del clima. La segunda, siempre tener algún plagio de anécdota blablayaguesca para ensalzar la cotidianidad. La tercera... no, creo que sólo fueron dos. Pero a partir de ahora, siempre que tenga un encuentro casual de primer tipo tendré bajo la manga la historia de cuando choqué con un yeti, de cuando casi me asaltan en Cabeza de Juárez o de cuando fui a esquiar, se me cayó el dedo pulgar y lo tuvieron que buscar una hora en la nieve.

Blablayagas favor de aportar material en la sección de comentarios.

lunes, 16 de marzo de 2009

Conversación

¿Por qué dije eso? Me lo preguntaba cada pocos segundos. ¿Por qué habría de decir eso? Sin importar las severas auto-reprimendas, las palabras continuaron saliendo de mi boca. Era como respirar. Decir aquello era un reflejo involuntario, como respirar, como un latido. Por un momento me vi a mí misma desde fuera, en otro ángulo. Me vi parada en el marco de la puerta, vi cómo mi boca se movía, cómo gesticulaba, cómo me reía. Era una conversación.
Para un observador casual habría parecido cualquier conversación, una más de las que la gente tiene en los pasillos, en las casas y automóviles, en las calles y restaurantes, una conversación innocua en la que uno habla porque olvida momentáneamente cómo callar.
Sin embargo la realidad era otra. Por lo menos para mí lo era y seguiría empeorando a medida que mis labios y mi aliento no dejaran de unificarse en una batalla campal contra la prudencia.
No lo sabía entonces, pero en unos pocos minutos todo cambió. Mis escenarios mentales nunca fueron los mismos desde que me di cuenta de que ella y yo estábamos hablando el mismo idioma, traduciendo la espontaneidad a simple patrón.
Mi pequeño teatro guiñol mental se iba desarticulando conforme la incitaba a confesar la similitud de nuestra situación, hasta que lo evidente se hizo incomunicable y me despedí sin tener ya nada que decir.
Hablamos de él como por media hora. Todo pasó porque estaba solo. Nunca supo que lo acompañé por semanas enteras. Nunca supo cuando dejé de hacerlo.