lunes, 16 de marzo de 2009

Conversación

¿Por qué dije eso? Me lo preguntaba cada pocos segundos. ¿Por qué habría de decir eso? Sin importar las severas auto-reprimendas, las palabras continuaron saliendo de mi boca. Era como respirar. Decir aquello era un reflejo involuntario, como respirar, como un latido. Por un momento me vi a mí misma desde fuera, en otro ángulo. Me vi parada en el marco de la puerta, vi cómo mi boca se movía, cómo gesticulaba, cómo me reía. Era una conversación.
Para un observador casual habría parecido cualquier conversación, una más de las que la gente tiene en los pasillos, en las casas y automóviles, en las calles y restaurantes, una conversación innocua en la que uno habla porque olvida momentáneamente cómo callar.
Sin embargo la realidad era otra. Por lo menos para mí lo era y seguiría empeorando a medida que mis labios y mi aliento no dejaran de unificarse en una batalla campal contra la prudencia.
No lo sabía entonces, pero en unos pocos minutos todo cambió. Mis escenarios mentales nunca fueron los mismos desde que me di cuenta de que ella y yo estábamos hablando el mismo idioma, traduciendo la espontaneidad a simple patrón.
Mi pequeño teatro guiñol mental se iba desarticulando conforme la incitaba a confesar la similitud de nuestra situación, hasta que lo evidente se hizo incomunicable y me despedí sin tener ya nada que decir.
Hablamos de él como por media hora. Todo pasó porque estaba solo. Nunca supo que lo acompañé por semanas enteras. Nunca supo cuando dejé de hacerlo.

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